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Los raros
Walser, el paseante que se conoció a sí mismo
Por Esther Peñas
06/03/2013
Hay libros que reconcilian con el resplandor bello de lo cotidiano, que recuerdan la placidez del sosiego y la armonía sencilla del hombre tranquilo. ‘El paseo’, de Robert Walser (Suiza, 1878- 1956), es un ejemplo perfecto. En realidad, Walser es modelo idóneo de cómo lo corriente deviene en aventura sin por ello resultar estridente.
“Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle”. Así comienza este delicioso paseo literario, en el que el autor se vuelve por momentos impresionista, dejándose afectar por lo que sucede, por instantes expresionista, colocando su voz a lo externo.
Así era Walser. Un tipo que hizo del paseo una singularidad. Le despejaba. Clarificaba sus ideas. Lo normal. Poco a poco, sus paseos se alargaron, sosteniendo la noche hasta que el alba alcanzaba el paso y surgía, tímida, engarzada, plena. Lo normal comenzó así a ser preocupante. Uno no puede estar zascandileando una noche tras otra. La hermana del escritor detecta una falla, una grieta, la muesca de un desvarío. Y lo ingresa en el sanatorio de Waldau, en 1929.
Tardaron quince años en poder descifrar aquellos casi seiscientos papelitos garabateados y darles un sentido temático. ‘Microgramas’. Escritos metódicos, neuróticos, filosóficos, poéticos, teatrales. Fulminantes revelaciones.
Walser, tan dócil por convencimiento que no por resignación, acepta. Para entonces ha abandonado la literatura y sus crisis depresivas le visitan con más frecuencia que sus familiares. Pero no es cierto del todo. Que dejase de escribir. Lo hacía, a su modo. Asfixiando cualquier resquicio de papel que encontraba, con lápiz (la pluma la desechó por tirana) y con una letra tan diminuta como mota de polvo. Lo normal.
Tardaron quince años en poder descifrar aquellos casi seiscientos papelitos garabateados y darles un sentido temático. ‘Microgramas’. Escritos metódicos, neuróticos, filosóficos, poéticos, teatrales. Fulminantes revelaciones.
Pero volvamos al paseante. Walser recuerda en su recorrido vital a Kafka, el oficinista. Como él, lo ceniciento tiznaba su existencia. Una vida gris, una literatura excelsa. Walser trabajó como botones, criado, dependiente de una librería, archivero, vendedor de seguros... En estilo hay quien lo hermana a Walser con Pessoa, pero la luz del portugués es más decadente y bucólica, más resabiada sin hacer gala.
Le decía a su amigo Carl Seeling, que le admiraba y trataba de hacer las veces de mecenas, que se sentía como un campesino, puesto que la literatura consiste en sembrar, segar, injertar y abonar. Y en observar.
Pasear imprime carácter. Así, Walser era paciente, observador; como el perfecto espectador, su ánimo resultaba expectante, calmo. Le decía a su amigo Carl Seeling, que le admiraba y trataba de hacer las veces de mecenas, que se sentía como un campesino, puesto que la literatura consiste en sembrar, segar, injertar y abonar. Y en observar. Porque un campesino está atento a cuanto sucede.
Podría pensarse que quien pasea trata de escapar, pero no ha de ser el caso que nos ocupa. El paseante se transforma a cada paso. Por eso no puede dejar de caminar. Porque caminar es también meditar, y conocerse. “Yo ya no era yo, era otro, y precisamente por eso era otra vez yo. A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer que quizás el hombre interior sea el único que en verdad existe”.
Pero en esa meditación de quien pasea todo es episódico. Como en un juego especular, la concatenación de imágenes que forman el discurso pueden entenderse como fotogramas. Por eso incluso sus novelas resultan una sucesión de fogonazos narrativos. ‘Los hermanos Tanner’, por ejemplo.
(Toda la obra de Walser en Siruela con una frase publicitaria de Hesse: “El mundo sería mejor si Walser tuviera cien mil lectores”. Lo normal. Uno de los grandes alabando a otro grande, aunque de minorías. Pero extraña, sobre todo porque Walser siempre se quejó de que sus editores le animaban a asemejarse en estilo a Hesse para vender más. Así que Hesse se le atragantó a Walser; por la anécdota, y porque eran caracteres dispares. Uno, Hesse, triunfante; otro, él, periférico, casi soterrado.)
Nada de sulfuros. Surge el paseante como contención. Walser miraba y contemplaba una ciudad cuyos habitantes tenían “una sensibilidad fina, fluida, alerta y brillante”. No lo sabía, pero hablaba de sí creyendo hacerlo de los demás. Lo normal.
Iba solo aquella mañana. Se desplomó sobre la nieve. Tal vez antes de caer recordase aquellos versos que escribiera en ‘Opresiva luz’: “cansado de luz el cielo la entregó toda a la nieve”.
Suponiendo que haya muertes hermosas, la de Walser, un día de Navidad de 1956, fue una de ellas. Paseaba con ritmo pausado, con ese tono vital sencillo, que huele a limpio y sabe fresco. Con el cuello de su abrigo levantado y el sombrero ajustado. Iba solo aquella mañana. Se desplomó sobre la nieve. Tal vez antes de caer recordase aquellos versos que escribiera en ‘Opresiva luz’: “cansado de luz el cielo la entregó toda a la nieve”. Tal vez fuese mucho más romántico, al modo de Shumann, y le viniera a la cabeza, antes de quedar despeinada y sin sombrero, otro, este sí definitivo: “sin amor, el ser humano está perdido”.
De Walser resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya desesperados de este poeta ya que en ellos está contenidos un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.